martes, 30 de abril de 2013

Me duele España

Vivo en un país donde más del 50% de los jóvenes no han encontrado su primer empleo, donde casi el 30% de la gente que quiere trabajar no puede, y donde mucha gente que encuentra empleo lo hace en la economía sumergida (es decir, sin garantías sociales o sanitarias).

Vivo en un país donde el antiguo presidente de la patronal está imputado por chanchullear con sus empresas, donde el actual vicepresidente está siendo investigado por (presuntamente, siempre presuntamente) pagar a sus trabajadores en negro -es decir, al margen de la ley y de la Seguridad Social- y donde el actual presidente quiere limitar el derecho a huelga. Vivo en un país donde los trabajadores se quejan más de los sindicatos que de la patronal.

Vivo en un país que supuestamente es una democracia (donde la separación de poderes debería ser efectiva), pero la justicia está cada vez más politizada y los poderes ejecutivo y legislativo se deciden en una sola votación, por lo que danzan al unísono. Vivo en una democracia donde los ciudadanos pretenden hacer una reforma legislativa de una ley decimonónica y se encuentran con la oposición de la casta política. Vivo en una democracia donde se criminaliza al manifestante y se indulta al torturador. Vivo en un país que en 35 años de democracia ha realizado el mismo número de referendos que una dictadura de 40 años: dos.

Vivo en un país donde la responsabilidad política no existe, donde el partido del Gobierno ganó las elecciones gracias a unas promesas que no ha cumplido, donde hay diputados que pueden oprobiar a diferentes colectivos sociales y seguir disfrutando de su escaño, donde se puede estar imputado por malversación de caudales públicos y no renunciar al cargo.

Vivo en un país -aconfesional- en el que si critico las políticas que lleva a cabo el Gobierno me mandan a Cuba o a Corea, pero si viene el Jefe de Estado del Vaticano no sólo se permite que critique las políticas del Gobierno español, sino que le pagamos el viaje.

Vivo en un país donde las peleas de gallos son delito pero las corridas de toros son arte, donde el botellón está prohibido pero las romerías son patrimonio cultural, donde "habría que limitar el derecho de manifestación" pero se puede cortar la Castellana para celebrar la liga, donde abortar niños con discapacidad es discriminación (en palabras del Ministro de Justicia) pero reducir la ayuda a la dependencia no es discriminación.

Podría seguir describiendo mi país, pero me estoy entristeciendo. Lo único que quiero resaltar  son las palabras que un día pronunció Unamuno y hoy las siento como mías: me duele España. Me duele la indiferencia ciudadana ante la desvergüenza y los abusos políticos, empresariales y financieros. Me duele la desfachatez y el descaro con que se cometen esos abusos. Me duele la falta de consenso, el recurso del ataque y la excusa del oprobio. Me duele que valgan más los votos que los ciudadanos.

Ante todo, me duele el patriotismo equívoco: amar a tu país no es ensalzar lo que tienes, sino intentar mejorarlo. Amar a tu país no es centralizarlo, sino dar cabida a todos sus pueblos. Amar a tu país no es vanagloriar sus instituciones, sino trabajar para que sean eficaces y eficientes. Amar a tu país no es enaltecer una bandera o un himno, sino dar prioridad a las personas. No es más patriota el que más se define como tal, sino el que más hace por mejorar su país, y en este punto hay que admitir inexorablemente que en España hay mucho patriota de boquilla, o lo que en idioma del refranero español se resumiría: mucho lerele y poco larala.


martes, 2 de abril de 2013

¿Monarquía, república o sentido común?

Dice la Constitución española que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, y que de los actos del Rey serán responsables las personas que lo refrenden (es decir, el Presidente del Gobierno y, en su caso, los Ministros competentes). Eso lo dice el Título II de una Constitución que se creó, bajo la sombra del franquismo, con un deseo demócrata que blindó las instituciones para evitar posibles rupturas sistémicas. Pero han pasado más de 35 años desde su redacción, por lo que ahora es, quizás, el momento de revisar un texto obsoleto que legaliza la indecencia.

Son numerosos los escándalos que atenazan a la Casa Real: los negocios de Urdangarín, la posible implicación de la infanta Cristina en el caso Nóos, las cacerías del Rey en Botsuana mientras a España le persigue el fantasma del rescate, la ruptura no-oficial de los reyes de España y la inmersión en la familia de Corinna... y una cuenta millonaria en Suiza fruto de la herencia que Juan Carlos I recibió a la muerte de su padre. Es por eso que nos encontramos ante un momento de revisionismo institucional: quizás no estamos preparados para cambiar el modelo monárquico, pero sí deberíamos estarlo para modernizar la monarquía.

En España, históricamente, siempre ha habido un miedo atroz al cambio -especialmente al cambio progresista-, y ese miedo se encuadra en la gran paradoja nacional: el sentimiento de retraso respecto al resto del mundo occidental. Pese a creer que vivimos en un país que necesita actualizarse para alcanzar los niveles europeos, nos encerramos en la inmutabilidad del sistema y el temor a las modificaciones. Lamentablemente, esta paradoja nos confina a un círculo vicioso del que es muy difícil escapar, ya que es ese temor el que cercena cualquier posibilidad de avance.

Pese a ser republicana convencida, no voy a adentrarme en elogiar los beneficios de un cambio completo de sistema, pues creo que antes de plantear cualquier modelo alternativo habría de hacerse un llamamiento al sentido común, y ese sentido común nos conduce inevitablemente a una revisión institucional o, al menos, a un llamar a las cosas por su nombre.

Hace poco me dijeron que las personas somos dueñas de nuestros silencios pero presas de nuestras palabras, y el Rey, por mucho que sea constitucionalmente inviolable, es también persona y, por tanto, preso de sus palabras. En el discurso de Nochebuena del pasado año, Juan Carlos I dijo que se necesitaba rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos, y que las personas con responsabilidades públicas deberían tener un comportamiento ejemplar. También dijo que la justicia es igual para todos, y que cualquier actitud censurable debería ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley.

Mi reflexión y mi llamamiento al sentido común se centra en las palabras del monarca. Como ciudadanos que somos, debemos exigir que la Casa Real cumpla con las palabras de su máximo representante y, especialmente, debemos perder el miedo a señalar con el dedo las actuaciones censurables. Si la justicia es igual para todos, no hay mayor símbolo de ejemplaridad que pedir al juez de Nóos que impute a TODAS las personas que estén relacionadas en el caso. Si las personas públicas deberían tener un comportamiento ejemplar, debemos exigir que el dinero del Rey tribute en España. Y, ante todo y sobre todo, si las personas responsables de las actuaciones del Rey son el Presidente del Gobierno y sus Ministros -ya que Juan Carlos I es inviolable-, que sean ellos los que den la cara y tomen las decisiones pertinentes respecto a la Corona.

No olvidemos que fue el propio Ministro de Hacienda el que dijo "los que tienen que comparecer son los que tienen cuentas en Suiza", y no olvidemos que el Rey, por muy inviolable que sea, es una persona con responsabilidad pública (y, por tanto, debería tener un comportamiento ejemplar). Así pues, nuestro deber ciudadano es exigir que la ejemplaridad se demuestre con hechos y no con palabras, y perder el miedo a señalar con el dedo las actitudes ignominiosas; y si esas actitudes ignominiosas las lleva a cabo el Rey, que la justicia se haga efectiva y paguen por ellas las personas pertinentes. Ése es el único camino para conseguir que España sea realmente un Estado de Derecho.